Ser es no ser, no ser es ser
LLUÍS NANSEN SALAS
Maredsous es una abadía benedictina en la región de Valonia, en Bélgica. Durante muchos años, el maestro Roland Yuno Rech hacía el campo zen de julio en el colegio anexo a esta abadía. Un retiro de nueve días en un espacio precioso, rodeado de un bosque frondoso y en un edificio de distribución rectangular, con un gran patio central que conectaba los diferentes espacios y, a su vez, era el punto de encuentro principal. La arquitectura del colegio permitía hacer vida sin salir del edificio, a diferencia de la Gendronnière, en Francia, donde se hacía el campo de agosto, que se distribuye en edificios separados formando una aldea, y que para ir de un sitio a otro hay que caminar por el jardín al aire libre. Esta diferente distribución arquitectónica, entre un monasterio compacto y un monasterio aldea, tiene una influencia significativa en la vivencia durante el retiro. El modelo compacto tiene sus ventajas frente a las adversidades climatológicas, pero aumenta la interacción entre las personas, mientras que el modelo de aldea nos hace sentir mucho más integrados en la naturaleza, y favorece el silencio. En ambos casos se puede hacer un excelente retiro.
En la abadía de Maredsous, junto al colegio que ocupábamos nosotros, se encuentra una comunidad benedictina. Es un lugar bellísimo, muy visitado por los habitantes de esta región de Bélgica, y es famoso también por la fábrica de cerveza, que con el mismo nombre se encuentra en una colina cercana. Según nos contaron, la fórmula de la cerveza era una creación original de los antiguos monjes de la abadía, que eran quienes antes la fabricaban. La historia de las «cervezas de abadía» como las llaman en el centro de Europa, tiene su origen en que la regla de los monasterios limitaba el consumo a una pinta en cada comida. Los astutos monjes se las ingeniaron para destilar cerveza de alta graduación, e ingerir más sin romper la regla monástica. Es por eso, dicen, que las cervezas de abadía tienen tan alta graduación.
En un entorno así, también en el retiro, al final de la jornada se podía consumir esta cerveza y charlar en nuestro bar privado, una costumbre implantada por Deshimaru, harto de que sus discípulos escaparan por la noche al bar del pueblo, instauró un bar dentro del campo de verano, así ya no había excusa para salir. Para alguien que no esté familiarizado con la sangha de Deshimaru, le puede resultar chocante esta combinación de meditación y cerveza, pero cuando uno lo vive, se da cuenta de que no hay contradicción: es una elección de cada uno cómo integrar esos momentos de ocio en su práctica.
La presencia cercana de la abadía, sin duda creaba una influencia en la atmosfera del retiro. Estos grandes edificios diseñados para la práctica religiosa proyectaban encanto al lugar. Asimismo, la máxima «ora et labora» de la orden benedictina, no es muy distante del «zazen y samu» de la escuela zen soto. Aun así, nuestra presencia allí les había creado más de un problema. Los practicantes zen vestimos unos kimonos negros que se parecen a los hábitos de los monjes, y solíamos salir a pasear por el exterior con el kimono puesto, muchas veces en parejas o grupos mixtos de hombres y mujeres. Los monjes benedictinos nos pidieron que no saliéramos a pasear con el kimono por el exterior, pues los visitantes preguntaban por los grupos de monjes y monjas mixtos y temían por su reputación.
Pero quizás la experiencia que más me caló de aquel lugar fue un 11 de agosto, el día de San Benito. Estaba tomando un café en el jardín, justo después del primer zazen de la mañana del penúltimo día, cuando de pronto sonó una campana con un gran estruendo. Era la primera vez que oía una campana así. El sonido me hizo vibrar todos los huesos, cortándome la respiración. El jardín quedaba justo al lado del campanario de unas campanas monumentales. Especialmente «Elisabeth, » de ocho toneladas, emitía ese sonido penetrante que, según dicen, puede oírse desde muchos kilómetros a la redonda, y solo sonaba el día de San Benito para llamar a todos los feligreses a la celebración. Sentir vibrar el sonido de la campana en todo mi cuerpo, en el penúltimo día de retiro, despertó un torrente de gozo y arrobamiento difícil de olvidar.
Ciertamente la llamada de la campana era ineludible, no me extraña que despierte la devoción de los aldeanos para ser fieles a su cita, y me hizo surgir una reflexión sobre el valor de la devoción en la práctica religiosa, y especialmente en nuestra práctica del Zen. Durante el campo de verano se realizaban talleres, nos sentábamos en círculos, y conversábamos sobre algún tema. En la conversación salió el tópico de que en los países de origen, el zen y el budismo en general era seguido de una forma más devocional, y con menos práctica de la meditación. Taisen Deshimaru, fiel a la tradición de Dogen y de Bodhidharma, nos transmitió una práctica fuerte y comprometida, con la meditación, los retiros, y los dojos de la sangha. A veces para resaltar esto se incurre en la simpleza de criticar lo que no es esto. Así que una de las discusiones derivó hacia la crítica de las prácticas devocionales, ofrecer incienso, recitar mantras y expresar devoción hacia los bodhisattvas. Por mi parte, expuse mi creencia de que estas prácticas no están en oposición, sino que se complementan, de que el cultivo de la devoción de la fe es la base de la práctica espiritual, y de que sin duda es la primera forma de la espiritualidad. Porque es a través de la devoción, de la fe en alguna cosa que está más allá del ego, que los seres humanos podemos trascender el ego. Al fin y al cabo, la espiritualidad es la trascendencia del yo limitado, para entregarse a un yo universal, absoluto, trascendente. Llamémosle Buda o Dios, démosle la forma de divinidad o bodhisattva, en la expresión de la devoción, el devoto abandona humildemente el apego a su yo ilusorio para entregarse a algo que está más allá de él mismo.
No en vano una de las enseñanzas mejor comentadas por Deshimaru fue el Shin Jin Mei, el Poema del Espíritu de la Fe, uno de cuyos fragmentos dice. «Al ver las cosas tal como son, no hay ni yo, ni los otros. Vivir esto ahora mismo es la expresión de la no dualidad. En la no dualidad todo es lo mismo, no hay nada que no esté incluido. Todos los sabios comparten esta fe. Una fe absoluta más allá del tiempo y del espacio, más allá del instante y de la eternidad. Ni aquí ni allá, por todas partes ante nuestros ojos. Ser es no ser, y no ser es ser». La naturaleza de buda está compuesta de ser y no ser. Ser es no ser, y no ser es ser. Cuando nos aferramos al ser, al «yo soy así», «yo pienso así», «yo hago las cosas así», «yo soy yo», nos ahogamos en el mundo ilusorio, en la vacuidad de los fenómenos, en el yo vacío, en el no ser. Ser es no ser. Por el contrario, cuando nos entregamos a la meditación sedente, concentrados en la postura y en la respiración, y dejamos de ser así y de opinar esto o aquello, cuando olvidamos la imagen que queremos dar, cuando nos abandonamos completamente en el no ser, entonces es cuando experimentamos el ser, el verdadero ser. No ser es ser. El poema continúa diciendo: «Así lo sentimos, no hay donde agarrarse. Uno es todo, todo es uno. Esta simple verdad sin preguntarnos por qué. El espíritu de la fe es la no dualidad. La no dualidad es el espíritu de la fe».
Ciertamente, la fe es una fuerza fundamental para una práctica espiritual. En la práctica del Zen, solo la fe nos ayuda a atravesar los momentos difíciles. Solo la fe nos empuja más allá de nosotros mismos hasta trascender el yo. Es verdad que la fe ciega que se aferra a ideas y conceptos ha desprestigiado a la Fe pura, cuestionándola ante el pensamiento científico, pero la Fe pura está más allá de los conceptos y las palabras, más allá de la ciencia y el lenguaje, es una fuerza tan poderosa como la naturaleza, como el cielo y la tierra, como el viento y el mar, como el torrente que susurra entre las rocas. Es la fuerza de la Fe.
Al final del campo de verano, nos alejamos de Maredsous, siguiendo los meandros del rio Mosa hasta Namur. Quedaban muchas horas de camino. El sol iluminaba las paredes rocosas, recortadas por el verde intenso del bosque.
Práctica del ritual y el trabajo voluntario con la sangha. Es un eficaz antídoto contra el autoengaño.